Cuando era niño y llegaba a faltar a clases porque estuviera enfermo, pasaba las primeras horas de la mañana reconfortado por el calor del sol, cuya luz entraba plenamente por la ventana, mi mamá dejaba la televisión encendida y en ella solían transmitir programas estilo tele-secundaria, que eran documentales de temas variados como las capas de la tierra, los volcanes, el cuerpo humano, fenómenos químicos, ética y demás...
En ese entonces me preguntaba si realmente había gente aprendiendo exclusivamente de esa manera, me asombraba imaginar a un maestro siendo un poco más que el operador del televisor y tal vez una videocasetera, y a los alumnos habiendo entendido bien o mal. Solo tenían que cumplir con las tareas y pasar el examen en el momento requerido. Lo poco que sabía al respecto era gracias a mi mamá, que tenía experiencia en la docencia y en ese entonces todo lo que me decía era incuestionablemente la verdad.
Luego estaban los libros. Mi mamá tenía colecciones de enciclopedias de distintos temas formadas en varios nichos de un agradable librero de madera que formaba parte de un muro completo de la sala principal. Me encontraba pasando frente a ellos todos los días desde que tengo memoria; en mis ratos más ociosos me hallaba hojeándolos, a veces leyendo sobre temas que me impresionaban y otras, contemplando fotografías impactantes como las que podrían resultar de consultar un manual sobre la salud, con un listado alfabético de enfermedades y otras condiciones y sus respectivas guías visuales, que en muchas ocasiones podrían resultar desagradables para algunas personas.
Más tarde en mi vida, y teniendo en cuenta las experiencias que he contado en otras entradas de este blog, estaba entrando en la adolescencia aún con la costumbre de confiar en las respuestas de la gente que tenía cerca y que, según yo, eran las personas más confiables de la tierra. Pues bien, un día se me ocurrió preguntarle al mayor de mis hermanos algo que ya no recuerdo; sin embargo, y con un evidente aire de hastío, me contestó: "pues investiga".
Aunque no dejaba de inquietarme la manera hostil de la respuesta, el contenido de la misma me resultó inesperado, más que nada porque rompía el paradigma de mi experiencia previa y me arrojaba al mundo de la incertidumbre. A esas alturas no se trataba de que no supiera qué hacer; después de todo, iba a la escuela y se supone que debía saber cómo proceder. Además, tenía un librero con recursos variados a mi disposición. Hoy un niño consulta todo en internet, y según he observado, sin ningún criterio o preparación previa para distinguir estafas, ventanas falsas, popups, anuncios falsos y clickbaits, sitios trampa de contenido "ilegal", o sencillamente sitios con información escrita por sabe Dios qué expertillo que una mañana se levantó con ganas de que el mundo fuera a imagen y semejanza suya, o peor, los sitios cuyos contenidos "informativos" son escritos por propagandistas que logran justificar cualquier aberración con tal de lograr moldear el mundo en la versión utópica que una u otra ideología les convenció de alcanzar.
Ante la información, la cantidad de datos, registros y eventos, nuestro tránsito efímero por el mundo no es ni de cerca el objetivo en potencia para albergar esa magnitud de conocimientos. Sencillamente no tenemos el tiempo de vida ni los recursos garantizados para dedicarnos de lleno a consumirlo todo. Y, sin embargo, lo intentamos, y lo hacemos de la peor forma posible, con lo que tenemos a nuestro alcance y sin contemplaciones: contenido multimedia de breve duración con "datos" digeribles pero preocupantes o impactantes, seguido por más contenido del mismo tipo y tal vez una que otra dama poniendo a la venta un vistazo a sus atributos.
¿Es posible aprender así? He visto que sí, pero eso sí, sin discriminar la veracidad y calidad de la información ni sus matices y complejidades. Es como pretender aprender ética leyendo cómics de superhéroes y aventurarse con ciega certeza a lanzar juicios sobre lo que está bien y mal en eventos de la vida real o tomar decisiones con esa preparación como base.
He expuesto en este blog algunos aspectos desagradables del consumismo, pero ninguno que considere tan trágico como el del consumo ciego y masivo de contenidos de redes sociales. La naturaleza de los mismos, tanto en su formato como medio de inoculación, son la pieza perfecta diseñada para encajar con el individuo moderno, vacío, aburrido, en constante búsqueda de ser parte de la conversación, de la tendencia, incapaz de escuchar al prójimo en una conversación significativa, pero ansioso por ser estimulado en la pretensión de volverse un ser informado, un prócer de la salud y la geopolítica, un pilar admirable de conocimiento, de discernimiento incorruptible, el centro de la conversación, el bueno que sabe qué cosas no se deben decir y qué jerga nueva usar.
El hombre de hoy corre para convertirse en el tipo de hombres que criticaba Gandalf en la Ciudad Blanca. El hombre moderno podrá ser sofisticado, culto por obra del internet y bien intencionado gracias a la virulencia inquisitoria de las redes sociales, pero defrauda en lo esencial: PENSAR.


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