Muerte de un coleccionista

Una mañana otoñal del 2019, desperté en mi cama junto a mi esposa como otros días antes de ese, me levanté y me sentí diferente, esos días miraba el cielo nocturno con frecuencia y pensaba que el mundo no podría volver a ser igual. 

Un par de años atrás, ya casado y con una hija pequeña, me había venido a la mente en varias ocasiones la imagen del fin de mis días. Me consolaba por un lado saber que ya no sentiría ni pensaría nada y por el otro me torturaba saber que mientras viviera y más allá del dolor inmediato de la perdida, en algunas circunstancias podía dejar a mi familia en una situación precaria. Esta situación me mortificó por mucho tiempo y a pesar de que desde niño había despertado en mi un morbo por la muerte que algunos adultos llamaban mal sano, esta vez sentí la inminencia del llamado como una alarma que no deja de sonar la mañana que más sientes la necesidad de descansar.

Miré a mi alrededor y vi todas esas cosas que había juntado con los años. Más allá del insignificante valor económico de mis pertenencias más apreciadas, nada era realmente importante de manera esencial. Me encontré a mi mismo desnudo e indefenso y me di cuenta que no poseía nada. Mis pensamientos y mi memoria huirían mientras los años se acumularan en la vejez. Y de no llegar a viejo, o a un caso tan particular, al morir no habría certeza de llevarse algo en la memoria del alma. 

Mi parte racional justificó la necesidad de ciertas cosas y evitó que radicalizara mi pensamiento, pero más que nada, cuestioné la utilidad y beneficio que aportaban los juguetes y otras pertenencias a estas alturas de mi vida. Si bien he dedicado una parte de mi vida a admirarlos y aprender de ellos para poder hacerlos yo mismo, había llegado al punto en que no podía permitirme la frivolidad de engañarme: Hace mucho que había dejado de ser un niño.

En poco tiempo empecé a vender aquellas piezas que tenían algún valor comercial y de las cuales pudiera obtener beneficio económico. Puse la casa patas arriba evaluando que servía y que no, que podía donar, vender o desechar. Y aunque estaba convencido, sentía claramente los residuos del apego martillando contra mi cabeza. Un fantasma que aún hoy me susurra y me trata de seducir sugiriendo que no soy un adulto, que no tengo responsabilidades, que mis obligaciones son insignificantes, que necesito el Galactus de Haslab o que puedo empeñar mi tiempo en un proyecto absurdo y egoísta.

Por esas fechas recuerdo haber visto algunas publicaciones en los grupos de coleccionistas de figuras de facebook. Casualmente trataban sobre la muerte de algún miembro, y el tema era abordado por un amigo/colega que anunciaba la noticia. Evidentemente yo no podía evitar la angustia que me provocaba la aparente casualidad del suceso y mi vivencia personal del momento.       

La gente tiene muchos enfoques con respecto a la muerte y las posesiones materiales, un enfoque popular, es que mientras uno viva debe aprovechar para disfrutar lo que el mundo ofrece y justifican que el coleccionismo es una inversión. Sin embargo, creo que en la practica hay casos donde esto  pierde mucho de su sentido y termina siendo una falacia. La calidad de vida, terminará dependiendo del punto de vista con que el sujeto perciba "mundo" y "oferta". Y así, algunos terminamos por percibir el mundo como un mercado de bienes tangibles cuyos únicos beneficios son primeramente el placer de la adquisición y la posesión.  

A partir de entonces decidí ver el mundo de otra manera y me basé en mi papá, a quién perdí días antes de esa mañana de otoño del 2019. Y fue hasta entonces que entendí algo más: Hay cosas por las que vale la pena sacrificarse en la medida en que su utilidad perdura y beneficia a más personas. Miro el cielo nocturno y sé que él y yo ya no estamos bajo el mismo. 



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